—Estoy cansada de ti, harta de este lugar.
Fueron las últimas palabras que resonaron en las paredes del pequeño apartamento en donde Mariana pensó que sería su hogar permanente. Salió de aquel lugar siendo alguien diferente; lucía seria, añeja, con una gruesa coraza que ya no le permitía sonreír. Todo su buen humor lo gastó en pretender durante aquella corta estancia que las cosas iban bien. Empacó en un par de días, y terminó por irse; aunque en realidad comenzó a desprenderse del lugar poco a poco.
Diez semanas bastaron para tomar una decisión que terminaría con su mundo cotidiano. Mariana se fue sin temor a equivocarse. La vista nublada de tanta indiferencia y malos tratos ayudaron a que no quisiera volver atrás. Al final, quien más perdió con su partida, fue lo que se quedó vacío: aquella pared sin sus bordados de calaveras y flores; el librero, desnudo ya, sin los recuerdos familiares y las sonrisas de leche. Las cosas reclaman ser usadas, pues no conocen lo que es un abandono voluntario.
¿Qué va a ser de su cama? Como un espacio (des)habitable, aquel mueble de reposo ya no sabrá qué hacer. Es la única que tal vez pudo conocerla realmente. La vio llorar, y llorar mucho. Abrazó a Mariana cuando se enojaba con la vida y con quienes no la entendían. Fue testigo de risas y conversaciones sin sentido. La cuidó lo más que pudo, tanto, que tal vez se le pasó la mano. Buscando ser su refugio, en diez semanas terminó por asfixiar a la pobre mujer; por chupar el sentimiento de alivio que experimentaba cuando estaban juntas y por vulnerar su tranquilidad.
Esa cama solitaria no pudo ser consciente de haber ahogado los pasos de Mariana hasta el cansancio. Día tras días agotaba lo que parecía una fuente inacabable de destellos luminosos saliendo de sus grandes ojos. Existía un problema, pero ninguna decía nada. La cama se aferraba al cuerpo de su compañera a mordidas, como si dentro de ella habitara el hambre de una plaga de chinches que estuviera escondida en su almohada. Hasta que llegó la puesta de sol naranja en la que ya no se pudo más. Con necesidad de quemar lo inexistente, Mariana se enfrió para desapegarse de aquello que succionaba su vitalidad. No podía soportar más, incluso el cuerpo mismo le exigía auxilio: brotes pequeños yacían en su espalda y cuello.
—Esto ya es demasiado para mí, espero encuentres a alguien que sí pueda soportarte.
Han pasado horas desde el grito opaco que se produjo por el portazo que dio Mariana. Ahí está la cama, teniendo su versión de abandono, existiendo al pensarse como algo podrido e infestado de crueldad involuntaria. Sabe que conforme pasen las noches, finas capas de polvo seco caerán en su colcha, y que sus patas lucirán huecos agrietados de soledad. Pero los recuerdos son lo que la mantiene siempre derecha, al pie de su orilla, sin perder la cordura y sosteniendo el peso de su colchón que, de condena, le toca sostener.
Portada: Luciana Herrera