Por Camilo Rodríguez
Ese verano me encontraba de visita en la árida Andalucía, en un pequeño pueblo no muy lejos de Granada. Mi único afán del día era llegar a Málaga antes de medianoche para tomar un tren de regreso a Francia. Todavía tenía bastante tiempo, pues eran las diez de la mañana y estaba solamente a dos horas de Málaga. Como no tenía mucho dinero, decidí pedir un ride sobre la carretera. Antes de ponerme en ello, compré una botella de agua bien fría y preparé un libro que tenía dentro de mi mochila. A pesar de los cuarenta grados de temperatura y el sol inclemente, me sentía bastante bien. El calor andaluz es tan seco que ni siquiera permite que te sude la frente. Yo me instalé tranquilamente junto a una intersección que daba a la carretera. Mientras esperaba, sostenía una pancarta que rezaba « ¡ Málaga ! ☮ », y al mismo tiempo leía uno que otro poema, recogido en la soledad de aquél Viejo Oeste.
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Los autos pasaban cada tanto, pero la mayoría iba en dirección a Granada: todo un desfile de Mercedes Benz, BMW y camionetas 4×4 que transitaban delante de mí sin apiadarse de mi negra y barbuda cara. Al cabo de tres cuartos de hora, decidí cambiar de lugar, pues comenzaba a aburrirme. Casi enseguida, una vieja camioneta blanca se paró unos metros delante de mí y sonó su bocina. Era uno de esos carros « utilitarios » que se utilizan mucho en las construcciones pequeñas. El motor roncaba fuertemente, pero dejaba oír una guitarra flamenca que pasaba en la radio. El copiloto, un moro bien corpulento con cara de niño inocente, se bajó y amablemente me dio acceso a la parte trasera del auto. Sin pensarlo mucho, metí mis cosas y entré.
Ya en el carro, me di cuenta de que junto a mí, había un pequeño bulldog negro de ojos saltones, de esos que siempre tienen la nariz empapada y se mueven como locos. El animal tenía la boca abierta, la lengua afuera y jadeaba con desespero. Al respirar, el perro rugía como un cerdito y babeaba todo a su alrededor —incluyendo mi pierna y una parte de mi mochila de viaje. A esa hora la temperatura no podía ser más alta.
No tardé en entablar conversación con el conductor, un andaluz de cabello rubio, ojos azules y un tatuaje de Camarón de la isla que le cubría todo el pecho. Cuando se presentó como « Juan », me estrechó la mano con tanta fuerza que la pintura seca acumulada en su mano quedó grabada sobre mi palma. Juan estaba contento de haberme recogido pues, según él, mi cara le recordaba a « un primo que quería mucho ». Lo único que me inquietaba era que Juan conducía a 120 kilómetros por hora y no dudaba en mirarme directamente a la cara para hablar, luego daba ocasionales caladas a un porro y cada tanto daba tragos a una cerveza que rotaba entre nosotros tres. Sin embargo, yo no podía culparlo por esto, pues comprendía que trataba de brindarme una afable hospitalidad muy a su manera. Entre tanto, el bulldog continuaba embadurnando mis piernas y me miraba ansioso, como si se me fuera a tirar encima para darme un romántico beso en cualquier momento. Según Juan, el perrito era cariñoso y le encantaba que le rascaran la cabeza. Yo solo me animé a tocarle las orejas tímidamente pero desistí porque no me inspiraba ninguna ternura en ese instante.
Al son de la bulería flamenca, Juan me contó cómo había conocido al copiloto, que se llamaba Sofián. De hecho, una mañana Juan iba conduciendo esa misma camioneta cuando vio un hombre sentado junto a la ruta de Alicante. Sin saber por qué, sintió deseos de hablarle al desconocido. Se detuvo y lo invitó a subir. Sofián le hizo entender que no hablaba castellano, pero Juan insistió hasta que finalmente tomaron carretera juntos. Sofián buscaba dinero, pues llevaba varios días durmiendo donde lo agarraba la noche. Como Juan trabajaba de obrero en una construcción de la zona, logró conseguirle un puesto provisional a su nuevo amigo. Sofián tenía alguna experiencia en ese tipo de labores, así que se las arregló y aprendió lo necesario para comunicarse e integrarse al equipo.
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Los campos de aceituna y lavanda son casi las únicas muestras de verde que resisten el verano andaluz. Su color verdáceo y azulejo produce un hermoso efecto bajo la luz dorada del sol. Yo miraba por la ventana de tanto en tanto y me sentía envuelto en esa tierra mítica cantada en los poemas de García Lorca y Antonio Machado. En una mezcla de gestos, español y francés, Sofián me explicó que no veía a su madre desde que tenía 14 años, cuando dejó Alger porque su padre fue enviado a la cárcel por segunda vez. También comprendí que él mismo había estado varias veces en la cárcel durante su paso por Alemania. ¿Por qué razón? No lo supe con seguridad, pero al parecer debido al tráfico de “drogas suaves” y, a juzgar por las cicatrices en sus nudillos, quizás también por algunas agresiones físicas.
Al acercarnos a Málaga, le propuse a Juan que me dejara en la primera estación de gasolina que se nos atravesara. Contrariado, él insistió para que viniera a beber una cerveza fría al pueblito donde ellos estaban viviendo, pues se encontraba en el mismo camino. Su generosidad y la alegría que nuestro encuentro parecía haberle brindado me impidieron rechazar la invitación. De hecho, por un momento me imaginé conociendo a toda la comunidad gitano-andaluza de los alrededores, simpatizando con sus tradiciones, su modus vivendi, sus dialectos y enamorándome de una hermosa morena de ojos pardos para quedarme a vivir con ellos durante varios años. El romance de Lorca resonaba en mi cabeza como una canción de aventura:
Con la sombra en la cintura
Ella sueña en su baranda,
Verde carne, pelo verde,
Y con ojos de fría plata.
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Unos minutos después, llegamos a una casoneta ubicada sobre un alto camino empedrado, justo al lado de un edificio en obras. Después de estacionar el auto, Sofián abrió la puerta, salió y me dio paso para seguirlo. Bajo ese ardiente calor del atardecer, una buena cerveza fría parecía una gran recompensa. Tomé mis cosas con cierto recelo, pues no había un alma en todo el lugar aparte de nosotros tres, y salí del carro. Sin embargo, Juan y Sofián se conducían relajadamente, lo cual me tranquilizó.
– Ya vaj a ver cómo noj damoj un buen trago juntoj, tío. – dijo Juan.
– Con mucho gusto, hermano. – le respondí.
– Cerveza buena, tío. – espetó Sofián mientras hacía un gesto de beber con su pulgar derecho.
Viendo al perro, que continuaba resoplando como un caballo, pensé que a él también le vendría bien algún trago para refrescar su garganta. Al parecer Juan pensó lo mismo que yo, porque en ese momento se inclinó hacia el asiento de atrás y tomó al perro por el collar, cargándolo con un solo brazo de manera un poco ruda. Jadeando aún más fuerte, el bulldog fue dejando un caminito de babaza blanca tras de sí. Juan lo cargó hasta un grifo que estaba a unos metros y, sin soltarlo del cuello, abrió la llave para que el perro calmara su sed. El fuerte chorro de agua hizo el efecto contrario, pues el collar ya asfixiaba al animal y esto lo atoraba aún más fuerte. El perrito bufó y pataleó para zafarse. Entonces Juan se dio cuenta por fin que debía liberarlo, pero, extrañamente, resolvió darle fuertes bofetadas sobre el hocico. Estupefacto, observé la escena sin chistar porque imaginé que Juan se iba a dar cuenta por sí solo de que lo único que tenía que hacer era soltar el collar. Para completar, Sofián se acercó muy angustiado y repitió la acción de su compañero, soltando sendos golpes en la cara del bulldog. Yo apenas atiné a decirles que dejaran al animal tranquilo, pero tampoco insistí mucho porque ese repentino y violento movimiento me paralizó. Cuando el perro ya no se movió más, Juan lo dejó caer sobre el suelo e intentó una desesperada y patética respiración boca a boca. Por si fuera poco, Sofián se resistía a aceptar lo sucedido y le dio unos bruscos masajes sobre el vientre. La muerte del animal quedó confirmada por una pequeña expulsión de mierda flatulenta cuya textura contrastaba con el suelo empedrado a la luz del sol.
Un denso ambiente de duelo, una espesa neblina se instaló y nos cubrió por un momento a los tres. Yo miraba al suelo, atónito. El cadáver del perro estaba rodeado de un charco de agua, mierda y babaza blanca. Su lengua seguía por fuera. En el fondo, yo me sentía incapacitado para juzgar esta muerte accidental. Aquellos hombres me habían conducido amablemente y ahora, justo cuando trataban de hacer algo bien —de una manera bastante bruta, es cierto—, la realidad los pateaba justo en la nariz. Juan era el más decepcionado de todos, seguramente porque se sentía responsable directo. Negaba con la cabeza y maldecía sin parar, como si no se explicara la cosa. Pasado un rato, entró a la casa y regresó con una cerveza helada, una caja de cartón y una pala. Metió al perro en la cajuela del carro, siempre tomándolo del collar con su inmensa mano derecha.
Bebimos la cerveza en silencio, dando cortos sorbos y pasándola sin mirarnos a la cara. Cumplido lo acordado, estreché la mano de cada uno, expresándoles que sentía mucho lo sucedido y que no era culpa de nadie, que a veces así eran las cosas, pero antes de partir, Juan me dijo, lastimero:
– Ají ej la vida, ¿no? Todo ej culpa de ejte puto calor que hace acá… Ya es el tercer perrito que je me muere ejte verano, tío.
Camilo Rodríguez (Bogotá, 1987): Maestro en Letras Francesas por la Universidad de Toulouse II, traductor de Salambó de Gustave Flaubert (Fondo de Cultura Económica, 2020) y Diario de viaje de Michel de Montaigne (Minerva Editorial, 2019). Su cuento “Áurea” fue finalista en el concurso Cuentos del sótano y publicado por Endira Editores en 2018. Es autor de crónicas, cuentos y críticas de cine publicadas en medios como Revista Nexos, Revista Arcadia y Revista de la Universidad (UNAM). Actualmente es profesor de Letras y Lengua Francesa en la Universidad La Salle México.
Portada: Chema Contreras