El domingo pasado fui a Ecatepec a subirme al Mexicable. No lo necesitaba usar —ni me quedaba de paso— quería ir a verlo y subirme en él. Ese día me vi temprano con una amiga en la Glorieta de los Insurgentes, nos esperaba un largo trayecto. En la glorieta nos subimos a un Metrobús con destino a Indios Verdes, tranquilo y sin gente. Al llegar a Indios Verdes preguntamos por el Mexibús que llega directo al Mexicable, pagamos nuestros tres pesos y nos subimos al camión. Once kilómetros de Indios Verdes al Mexicable, ininterrumpidos —sin paradas ni bajadas— se sintieron como unos cuantos minutos. Mientras tanto el paisaje urbano de Ecatepec comienza a hacerse visible por la ventana del camión. Llegamos a la parada, nos bajamos, giramos nuestra mirada y para nuestra sorpresa nos topamos con un enorme volumen de concreto que alberga la primera estación del recorrido, en Santa Clara. Caminamos a los torniquetes y pagamos 7 pesos por persona. En la entrada veo varios grupos de personas y familias que parecen venir con la misma intención de pasear, quizás motivados también por un ebulliciente escepticismo y la aparente imposibilidad que supone volar por los aires de Ecatepec.
Mis acompañantes y yo subimos las numerosas escaleras para llegar a la plataforma, dónde el personal del Mexicable te ayuda a subir a la cabina —no más de 10 personas a la vez— como si se tratase de un juego de feria. Como no había mucha gente la mayoría de las cabinas, más que espacios compartidos, parecían cápsulas privadas para los grupos que las ocupaban. Nos acomodaron, balanceando nuestros pesos en la cabina, y esperamos ansiosos a que la aceleración del sistema nos propulsara por encima de un paisaje urbano cuya imagen comienza a hacerse visible por la boca de la estación. Y así fue que, en cuestión de segundos, la velocidad aumentó; de pronto nos encontrábamos flotando por encima de la ciudad.
Durante el trayecto, debo confesar que me fue difícil ocultar la emoción de lo que estaba viviendo. Pocas veces tenemos la oportunidad de vivir la ciudad de esta forma, pocas veces se nos permite voltear una mirada tan libre y voyeurística hacia aquellos elementos (íntimos, privados) que conforman nuestro paisaje urbano. A través de los cuatro grandes ventanales de la cabina van apareciendo bodegas, naves industriales, un océano de viviendas (espaciosas, pequeñas, sin concluir, con frondosos jardines, en ruinas, sobre la montaña o junto a un tianguis), la carretera México-Pachuca, tiendas, canchas de fútbol y hasta un panteón. El paseo en Mexicable se siente, más que como un trayecto, como un recorrido turístico, quizás el más subversivo de la ciudad. Y es que la sensación de pasear por Ecatepec (desde arriba, donde todo lo ves, pero nada te afecta), en una zona construida, no por los esfuerzos o planeación del Estado sino por la resiliencia y fuerza productora de aquellos sectores que la ciudad expulsó de sus límites, resulta extrañamente paliativa.
La descripción del Mexicable dice que este es el primer sistema de transporte teleférico en el país cuyo fin es la movilidad, no el turismo y, aunque la función puede bien ser cierta, su simbolismo se percibe de otra manera. Resulta sencillo dejarse llevar por el placer estético de encontrar aquellos elementos espaciales característicos de las zonas autoconstruidas o de naturaleza popular como lo son los tendederos meticulosamente acomodados en forma de estrella al aire libre, el colorido pasaje de lonas que conforman un tianguis o la interminable cantidad de perros que custodian las azoteas junto al siempre presente tinaco Rotoplas. Pareciera que este transporte institucional (y por extensión, el gobierno del Estado) nos extendiera una invitación a observar algo que no le pertenece y que se le salió de las manos con una mirada aislada que irrumpe —apenas por encima— en la realidad de uno de los sectores espaciales con más violencia en la ciudad; una realidad que, desde cierta distancia, les parece fácil ocultar. Ejemplo de esto son los distintos murales comisionados por el gobierno del estado (una buena parte de éstos de un corte nacionalista más anticuado que tradicional) posicionados estratégicamente en la cercanía del Mexicable con el fin de maquillar la estética urbana de la zona, como si un poco de pintura anulara las cientos de construcciones precarias cuyas cubiertas ocultan un sin fin de historias de supervivencia y el abandono de un estado más preocupado por aparentar que por servir a su población.
El recorrido llegó a su fin. Nos bajamos de la cabina exaltados por la sobre-estimulación recién vivida, con cientos de preguntas rondando la cabeza. Bajamos las escaleras para salir a la calle y tomar un Mexibús que nos conecte a Indios Verdes, no sin antes pasar a visitar la tienda de recuerdos que ofrece gorras, playeras y cubiertas de celular que conmemoran una feliz e ingenua visita al sistema de transporte. Ya en el Mexibús, sentado junto a una ventana, observo el horizonte urbano de una ciudad que parece no tener fin. A lo lejos veo las torres de Reforma, cuya masividad —mítica a la distancia— me recuerda el largo trayecto que nos espera para regresar al centro de la ciudad. Yo vengo de paseo, pero pienso en quienes viven en los límites de la urbe y se desplazan enormes distancias diariamente para ir a trabajar, ir a la escuela o simplemente como parte de su rutina cotidiana. Al adentrarnos cada vez más hacia el centro de la ciudad, invadido por un sentido de legitimidad o de consolidación citadina que crece de forma gradual, me pregunto si transportes como el Mexibús o el Mexicable son algo más que simples facilitadores del establishment para que la población que tiene menos y trabaja más pueda llegar rápidamente a sus destinos de trabajo, pasando por encima e ignorando las condiciones de sus lugares de residencia. Pareciera que sistemas como el Mexicable posicionan a Ecatepec dentro del mapa de la ciudad, pero sólo como un apéndice que se desborda hacia el centro del valle, nunca como un aparato que se pueda articular desde sí y para sí mismo.
Llegamos a Indios Verdes y transbordamos al Metrobús, esta vez lleno de gente. Sentado, con mi amiga sobre las piernas y la mochila de un desconocido en mi nuca, no puedo dejar de pensar en el inmenso catálogo de fachadas y azoteas que acabamos de ver. Mi cabeza le da vueltas a la idea de haber estado hace tan sólo unos minutos en uno de los límites periféricos de la ciudad para ahora estar a unas cuadras de Reforma; unos cuantos (y torpes) transbordos separan dos realidades altamente contrastantes, que sin embargo, constituyen el ir y venir cotidiano de una ciudad que se sustenta sobre un fuerte e impositivo esquema de poder: los ricos sobre los pobres, y los pobres para los ricos.
Veo de nuevo las torres de Reforma, esta vez de cerca, verticales sobre un territorio que se aleja de lo mítico para consolidarse en lo material. Sus fachadas resplandecen con el reflejo de un día soleado que proyecta una cruel y obscura sombra hacia el lado menos acomodado de la ciudad.