C DE CULTURA

Escribir como un cuerpo de agua

creatividad Cuerpo Ensayo escritura senderismo

diciembre 8, 2021

Irasema Fernández

 “El agua siempre va a donde quiere ir, y nada al final puede oponerse. El agua es paciente. Si no puedes atravesar un obstáculo, ve alrededor de éste. El agua lo hace.”

—Margaret Atwood.

para Michael Winter

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Con las energías puestas y los dedos sobre el teclado, conozco lo que necesito escribir, pero no puedo. Para escapar de mi cerebro, hago caminatas diarias por los senderos de las Great Smoky Mountains, en Tennessee. Sin red telefónica, no hay más opción que entregarse al bosque y registrar con la respiración toda la hermosura que me rodea. Lo bueno de las caminatas, dice Michael, es que solo tienes que pensar dónde vas a colocar el siguiente pie. Lo intenso del proceso artístico, pienso yo, es que no sabes si ese paso que vas a dar te sostendrá.

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El parque nacional de las Great Smoky Mountains concentra 200,000 hectáreas y más de 150 caminos. En su interior respiran plantas de verdes intensos y flores silvestres, osos, venados, pavos, aves de cantos eclipsantes y bosques de luciérnagas que sincronizan sus destellos eléctricos por las noches. El agua corre en grandes cantidades y su pureza permite ver el fondo de los ríos. Hay personas que recorren el parque de una esquina a otra y emergen transformadas. Nosotrxs apenas andamos por quince de sus senderos, donde confluyen ríos, cascadas y magníficas vistas desde la cima de las montañas. Y aunque estos árboles conforman un mismo pulmón, cada caminata tiene personalidad propia porque las piedras que pisamos no se repiten. Nuestro andar es rápido y nuestra concentración es la de un metrónomo. Cuidamos, en lo posible, no dar un paso en falso que nos haga rodar hasta abajo. Estas piedras que sorteamos durante el día nos provocan un cansancio particular al día siguiente. A veces duelen más las piernas, a veces las rodillas o los tobillos, me hace pensar en el entrenamiento que implica escribir diferentes géneros literarios: cada uno desarrolla un área diferente de la mente.

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Ahora que vuelvo al escritorio recuerdo que tengo una novela pendiente. Me pregunto si podré hacer un buen retrato de los detalles que apenas conocí: las torceduras de los surcos y montañas, la altura de los pastos y las flores, las cuchillas del viento helado y el peso del sol sobre las piedras. Esta maravillosa idealización, que se resiste a la escritura, tiene más facha de autoengaño que de naturaleza muerta. La inmovilidad me genera una adrenalina conocida que me hace mirar un punto blanco en la pantalla hasta marearme. Sólo percibo el transcurrir del viento sobre la piel, minuto tras minuto.

Acudo a ritos compartidos: el reloj pomodoro y las sesiones de escritura conjunta. Los ritos que se comparten de boca en boca nunca fallan. Al escuchar a más escritorxs puedo notar que la inmovilidad está al acecho. Ricardo Piglia decía que un escritor puede dejar de ser escritor en cualquier momento, cuando la palabra se detiene volitivamente o un mundo se pausa. Es un oficio frágil  en el que pocas personas se jactan de triunfar, por el contrario, quien ha logrado terminar de escribir un libro, parece que ha ganado una batalla contra una manada de leones.

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Hay una relación entre el estancamiento y la envidia. Sedentaria me siento poco libre, y la creatividad de otrxs me llega en tonos fluorescentes que me lastiman la vista. En una sesión de Escribir es un lugar,con Laia Jufresa, hablamos sobre la comparación, o más específicamente, sobre las personas que nos dan taquicardia con su enorme talento. A veces pueden ser cercanas, como una amistad, pero suelen ser lejanas, como una idealización de alguien en las redes sociales. Son personas a las que no les conocemos la vida, ni los problemas, pero alimentamos nuestra envidia comparando sus procesos artísticos y resultados con la obra propia. ¿Qué es lo que me daba envidia de aquellas personas con las que no comparto ni la disciplina artística? ¿Eran las personas o eran sus procesos de trabajo? Laia nos mostró, entre otras cosas, cómo la envidia no es a la persona sino una admiración a lo que hace, es decir, lo que yo quiero y no hago. Releí, un poco aliviada, mis envidias como mis deseos: quería experimentar con la performatividad del cuerpo y aplicarla a mis procesos de escritura. Aún no estoy segura de lograr eso en una novela, o tal vez no he descubierto cómo hacerlo.

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Ver tanto movimiento en el bosque me perturba. Lo peregrino para despertar mi alma creativa del reposo, porque las horas-nalga nada más no están funcionando. De unos años para acá, colecciono citas de autores que usan las caminatas para esclarecer sus proyectos de escritura. Por ejemplo, Rebecca Solnit, en Una guía sobre el arte de perderse, dice que las cosas que más deseamos son transformadoras, aunque pensamos que no las sabemos o intuimos que existe algo al otro lado de la transformación. Lanza una pregunta: “¿cómo emprender la búsqueda de cosas que, en cierto modo, tienen que ver con desplazar las fronteras del propio ser hacia territorios desconocidos, con convertirse en otra persona?”

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Un sendero es un territorio desconocido que no tiene más remedio que resolverse en cada pisada para ganarle a la noche. Cuando se llega a la cúspide se está a la mitad del camino. El descenso de la montaña hace que las piedras que Mike y yo escalamos cambien su personalidad por otra y nuestras pisadas las desconozcan. La gravedad del cuerpo aumenta la velocidad, el impacto en las rodillas y, por lo tanto, el dolor y el peligro. Descender es un trabajo más delicado. Como la escritura y la reescritura. Es entenderlo todo del final hacia el principio. De acuerdo con Vivian Gornick, en su libro Escribir narrativa personal, los obstáculos que me presenta la montaña serían la situación, o el contexto, y mi frágil destreza transitándola sería la historia, lo nuevo, o como dice Solnit, el descubrimiento. Es decir, el propio hecho de caminar ya cuenta una historia, aunque su experiencia no sea verbal. El cuerpo tiene una gran capacidad narrativa y se puede despertar con el movimiento. De pura casualidad, ¿mi cuerpo podría echar a andar a mi cerebro para que escriba esa novela que tanto me está costando?

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Una noche, Michael miraba en la sala una entrevista que le hicieron a la artista española Esther Ferrer (1937), como parte de su exposición Todas las variaciones son válidas, incluida esta en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en 2017. Me senté a su lado para trabajar en lo mío, pero no pasó ni un minuto cuando cerré la laptop para escucharla. Ella decía: “creo que me interesó el mundo de la acción porque había que inventárselo todo. Es lo que digo a los participantes de mis talleres: «Inventaros la performance de hoy». Para hacer acciones no necesitas más que la voluntad de hacerlas, a partir de ahí te lo inventas todo: la técnica, la definición, la teoría (si las necesitas), etc. Es el arte más democrático que existe, además de que, al no tener un domicilio fijo, su domicilio es la calle.”

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Experimento 1: Motivada por las palabras de Esther, compré una esponja y pintura acrílica negra. Hice impresiones sobre el papel blanco, la redondez de la esponja me hizo buscar rostros. Formé una colección de 17 retratos involuntarios, parecería que no son míos, ni el resultado del plan de una técnica. Cada retrato posee la fuerza de ser su propia invención y yo, la ejecutora, experimenté la libertad que no siento al escribir la novela: alguien que se permite jugar con lo más sencillo sin esperar resultados, sin sentir que se está perdiendo o desaprovechando el tiempo para afinar una especialidad.

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Experimento 2: Escribí una oración sobre largas tiras de papel, que en su conjunto formaban 250 metros de longitud por cinco centímetros. La frase no es mía, la encontré en Las clases de Hebe Uhart, de Liliana Villanueva. Yo parafraseo a Liliana, que cita a Hebe, que cita a Schopenhauer: “Hay gente que juega a las cartas ‘para matar el tiempo’, pero lo único que somos, como decía Schopenhauer, es tiempo. Uno cosifica el tiempo como si estuviera fuera de uno”. La frase se fue acortando, extendiendo y revolviendo en cada vuelta, dándole al tiempo su propiedad redonda y su posibilidad de ser una lista. El sonido del plumón negro sobre el papel adquirió más protagonismo que lo escrito, y su extensión de gusano blanco, revuelto sobre sí mismo, le dio acumulación al tiempo. Al final, entre algunas variaciones, la frase se redujo hasta quedar más o menos así: “separamos al tiempo de nosotrxs, como si fuera una cosa, pero a menudo olvidamos que somos tiempo”.

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Escribo o leo “movimiento” como si su propia escritura me diera algo a cambio. La palabra genera un círculo, como una noria que recoge agua, cuando se pronuncia. Cada vez que Michael y yo llegamos al pie de un río de las Great Smoky Mountains nos sentamos para contemplarlo. Cada río se escucha diferente. Me inclino y extiendo mi brazo para grabar un par de minutos, y por la noche comparo los audios. Sólo son piedras y sólo hay agua, unidas en una caja musical. Las piedras están incrustadas en un cilindro y el agua corre como un peine que hace sonar sus dientecitos de notas musicales.

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He pensado en el miedo y la culpa a la hora de escribir. El miedo funciona como una persona sobreprotectora que me invita a la inacción, a pensármelo mejor, porque si lo hago ahora me puedo hacer daño con mi propia mediocridad. La culpa, a quien he retratado con el nombre de Gastón, es su contraparte: me dice que voy retrasada, que he escrito poco y que el avance de mi novela será desastroso. Se olvida tan fácil que la escritura es, o debería ser, un oficio placentero. Por eso celebro con más envidia a las personas que terminan de escribir libros. Platiqué con Monse, mi terapeuta, el tema de la culpa y el castigo. Ella me preguntó si en alguno de estos personajes figuraba la responsabilidad. Yo pensaba que sí, que por eso me acosaban día y noche. La responsabilidad, me dijo Monse, es propositiva, comprensiva y de autocuidado. La responsabilidad no castiga ni paraliza, sino que hace la pregunta “¿cómo lo resolvemos?”, para invitar a la acción y el movimiento. Pensé en la historia de los objetos perfectos: un cuchillo, una cubeta, una cuerda, etc., que se inventaron para auxiliar a las manos. Elaborar las herramientas mentales para sobrevivir cada día es una tarea difusa. Tengo que nombrarlas casi a diario, escribir letreros y ponerlos sobre las paredes, darles propiedad de objetos a las palabras.

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El libro Elogio del caminar, de David Le Breton, inicia así: “El caminar es una apertura al mundo. Restituye [en la humanidad] el feliz sentimiento de su existencia. [La] sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena. A veces, uno vuelve de la caminata transformado, más inclinado a disfrutar del tiempo que a someterse a la urgencia que prevalece en nuestras existencias contemporáneas. Caminar es vivir el cuerpo, provisional o indefinidamente. Recurrir al bosque, a las rutas o a los senderos, no nos exime de nuestra responsabilidad, cada vez mayor, con los desórdenes del mundo, pero nos permite recobrar el aliento, aguzar los sentidos, renovar la curiosidad. El caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”.

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Después de hacer senderismo semanas enteras, hay mañanas en las que nos levantamos con poco ánimo, como si las montañas ya nos hubieran dado todo de sí. Un recuerdo vago de plenitud del día anterior nos invita a volver pese al agotamiento. Y cada día ha sido la decisión correcta, porque restituye en nosotrxs el sentido de existir y perderse, como menciona Le Breton. Sólo caminando varios senderos pude entender que en un mismo bosque se hablan diferentes lenguas, como en la torre de Babel. Cada centímetro está habitado de una numerosa flora y fauna, de piedras y agua.

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Me tomó tanto tiempo entender que no hay misterio, y aun así debo repetírmelo cada tanto, la escritura de la novela adoptó una estructura de sendero nublado y capacidad de sortear las piedras de una montaña por la noche. Ahora que escribo, pongo grabaciones de agua porque las encuentro altamente reconfortantes. Será una cualidad de haber nacido y crecido en la Ciudad de México: el sentirse bien rodeada de agua, aunque no sepa nadar. Eso me recuerda a cómo sentía que me ahogaba en uno de los ríos de las Great Smoky Mountains. No hay forma de evitar el miedo al momento de la creación, pero tengo la ventaja de que esta agua y estas piedras que salen de mi puño no me harán morir. Puse un post-it en mi escritorio que dice: “¿cómo lo resolvemos?”, y la voz de Esther Ferrer se hace escuchar: “hay que inventarnos la performance de hoy”. Como Pinky y Cerebro. Todas las formas de caminar son válidas, incluida ésta.


Irasema Fernández (Ciudad de México, 1990) es escritora, artista visual y activista. Su obra explora narrativas en torno al cuerpo femenino en su contexto político, cultural, colonial y periférico. Becaria del Fonca en Cuento (2017) y Novela (2020).